Tal vez fue la pregunta:
“¿A qué temes Canet ?”. O quizá fuera uno de los muchos traspiés de la memoria. Pero volvió la sensación de aquel anochecer. Era la primera vez en nuestro nuevo hogar. Desde hace tiempo siempre entendí que el único sonido fuera mi propia respiración, y me había encarado a la aspereza de la soledad somática. Y sin embargo aquella noche de diciembre me rasguñaron las zarpas de la realidad.
Conocedor de una delicadeza que me apretaba la garganta, me abandoné en los brazos de la amargura dejando que me envolviera con su capa gris.
Temo a una vida en la que los anocheceres fuesen sombríos y eternos.
Temo a las estanterías que no saben hablarme.
Temo a despertar y que ella no esté a mi lado.
Y, ante todo, temo a dejar de sentir los temores, a cubrirme en el hábito, a subsistir descalzo arrastrando los pies, y observar la vida desde un espacio llamado nada.
Actualmente no he derrotado mis temores. Negocio aplazamientos con ellos, procuro evitar sus flechas venenosas, y busco el modo de convivir con ellos.
Canet 19-12-12
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