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miércoles, 21 de diciembre de 2016

Escapando

Recuerdo que mi primer juguete fue un perro de peluche, el perro Juan.
Nuestro primer juego fue escondernos en el armario de mi madre y también esperar el momento adecuado para escaparnos a la calle.
Juan y yo preparábamos el equipaje y acomodábamos dos almohadas de la cama grande como si fuesen los asientos de un vagón .
Y nos sentábamos, cada uno mirando por la ventana. 
Juan no llevaba maleta, ni mochila siquiera, sólo su lanudo jersey rojo.
Yo llevaba un baúl de madera muy pesado. Quizá el mismo que mi madre utilizó en su viaje hacia Madrid.
En su interior había una chaqueta vieja, las ceras para colorear, un par de cuentos, una navaja y mi inseparable linterna.
Fugarme de casa fue uno de mis juegos preferidos.
Se trataba de una llamada para viajar.
Con la gran mudanza a los once años, y la tendencia de mi madre por deshacerse de todo,
perdí de vista a Juan, el pesado baúl y aquel armario. 
Pero mantengo intactas las ganas de seguir ocultándome…
de continuar escapando.
Canet

lunes, 5 de diciembre de 2016

Poesía incompleta IV



Con los primeros vientos de diciembre, emergió pintado en el cristal el contorno de tu primer deseo. El cielo estaba más agitado que de costumbre, mucho más turbulento que otras veces, y en él se quebraban las ideas con rabia, con ira agria e impetuosa. En el patio había un arpa, y, junto al instrumento, una mujer que no entendía su mecanismo, y, junto a ella, un joven triste y débil que no quería crecer, y, junto a él, un pájaro muerto que no sabía volar. Encontré un felpudo en el aire, roñoso y marrón, pero no tuve valor para pisarlo. Siempre me aterraron las alturas. Con los primeros rayos del sol de diciembre, brotó dibujada en mi pecho la señal de tu primera sonrisa. 


La ciudad había llorado toda la noche y tenía los ojos abotargados de tanto hacerlo. El semáforo de Bravo Murillo esquina con Pedro Villar había extraviado el caminante de luz verdosa. Encontré una poesía mal estructurada sobre el asfalto, entre el Mercadona y el estanco, pero no tuve coraje para leerla. Siempre me falto valor para los malos poemas. En el autobús había un piano inmaculado, y, junto a él, un muerto que no se acordaba de la partitura, y, junto a él, un niño que olvido cómo esconder su mirada y, junto a él, una muñeca de plástico que se perdió en la senda de regreso. Con los primeros minutos de diciembre, se presento trazada entre la niebla el contorno de tus labios. La sombra del alba se quedo dormida en el sofá y los libros me llamaban sin queja alguna. 
Tú dormías. La calle seguía llorando. Me gustaría mucho montar una orquesta y armonizar a este mundo. tan desfigurado.


Canet.

Poesía incompleta III


Desde la cúspide renegrida en la que habito ahora
traiciono los silencios de las tinieblas
y me acuso cuando, inútilmente,
me empeño en visitar tu tristeza.

¡Qué insensato es escudriñar en lo olvidado!
¡Qué absurdo declarar lo impronunciable!
¡Qué inútil serie de inquietudes
y qué lento abandono de uno mismo!

¡Qué amarga esta tristeza de martes,
y este deleitoso sabor de desastre,
y esta agotada voz con la que te nombro,
y el extenuado avance de las horas,
y los árboles desnudos en la calle
reconociendo apáticos su sentencia!

Ya nada merece la pena,
a excepción de lo considerable...
Y me dejo arrastrar
hacia lo inaguantable
soportando esa armonía
que me acerca a ti. 

Canet

Podéis...




Podéis quitármelo todo,

quitarme aquello que me pertenece:
mis ojos, mis piel, mi memoria
- o aquel Mayo, donde me enamoré...

Podéis despojarme de aquello
que no es mío :
los deseos, la felicidad, 
la confianza de ser.

Podéis rechazarme, enmudecerme, oprimirme...
podéis simular que jamás me nombrasteis,
que pude no haber nacido,
y que no permanecen mis huellas
donde mis pies anduvieron sólidamente.

Podéis rectificar mi rastro
mientras sepulto mis manos 
en la tierra del tiempo.
Pero de ningún modo, ¿me escucháis?,
jamás seréis capaces arrebatarme la palabra,
el ansia de arder, de ser barro,
de buscar la certeza y la hermosura.

No me robareis
el doliente sentir,
el derecho a volar
y no cuidar la indumentaria.

No podréis silenciar mi durmiente aullido
porque todo éso es de mi propiedad,
anida en mi silencio,
y lo trenzan quienes me aman
con briznas invisibles y completas. 

Canet

Poesía incompleta II

Hay veces que sueño con una tempestad,
una ventisca gélida, una puñalada,
y comprendo lo que padecen aquellos Nadies
que empiezan el día en la incertidumbre
sin un sitio donde caerse muertos.
Y me da por culpar al mercado,
al comerciante,
a los mandatarios,
a los financieros y banqueros,
y a aquellos que se opusieron a dar,
-siempre desalmados-
el pan y el agua,
solo por el bienestar de occidente,
por la comodidad del euro,
por la felicidad del dólar,
por el placer del consumismo,
por la dicha de la bolsa,
por el Iva y sus hermanos Ibex y Pib
bueno, ya sabéis de que hablo,
de nuestra jodida y potente economía.
Hay veces que sueño,
puestos a soñar una quimera,
que comenzamos a valorar
las cosas significativas:
la decencia humana, el bien generalizado,
el aire que nos recubre,
los ríos en su inmensidad,
los bosques, por siempre benefactores,
las risas auténticas de los niños,
el amor, la felicidad, los amaneceres,
las sonrisas ajenas,
el cigarro a medias,
la palabra requerida,
la igualdad, el protección,
la profunda certeza profunda, las ilusiones.
Aquellos diminutos detalles
acaso inapreciables,
tan mayúsculos, imprescindibles
tan propios, tan de aquellos, tan de todo el mundo...
tan brutalmente humanos.

Canet

Poesía incompleta I


Del salón en la punta apagada
de su propietario quizá olvidado
silente y tapizado de polvo
veíase mi Código Da Vinci.
Fue uno de los peores regalos
de mis veintitantos otoños
y ahora míralo, yace muerto
postrado como un cuervo
en una estantería del salón.
Lo peor de los malos regalos
es que no dejan sitio a los que están por llegar.
Por eso muchas veces 
creo que debería abandonar 
los best seller´s
de una vez por todas
porque van reproduciéndose sin cesar
como cucarachas endemoniadas.
Asesinar a estos libros
que hace un tiempo
me llegaban del círculo de lectores,
a veces veo como ponen huevos 
en la cicatriz de mi frente.
Tales libros no ayudaron
a Thomas Mann ni a Miguel Hernández
y evidentemente tampoco a Charles Bokowski
ni al excéntrico de Baudelaire
que se topaba con símbolos
caminando por su inmunda habitación.
Estos libros,
son las sepulturas de los hastiados
que no desean conocer, vivir, soñar
ni hacer el amor como dios manda.
Debo exterminarlos todos,
antes de que sea peor
o venderlos al mejor postor
y regalarle un gato a Silvia.

Canet