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jueves, 26 de marzo de 2015

Títeres sin vida

Nos colocamos a un lado del escenario, 
anárquicamente, despojados, 
títeres sin vida, 
todos somos actores en movimiento. 

Primer acto:
Se entreabre el cortinaje,
aparece de frente una mujer vacía en tacones,
imperceptible.
No se quita la ropa.
Hueca e impalpable, permanece quieta con su ropa sin ver nada.
Dará igual si llega a taparse los ojos, o si los cierra,
fueron devorados por los cuervos de la incredulidad. No ve ni mira a nadie.

A su derecha un matrimonio octogenario se besa.

¡Cambio de escena!
Mi obra carece de amor. Hay un abundante silencio, un vacío.
Quien llegue a apiadarse de los personajes ya puede ir saliendo por donde entró.

Los prisioneros de Dostoievski se divierten a la rayuela con los grilletes puestos.
Jesucristo es el vigilante de turno.
Un analista y filósofo argentino me explica la razón de mis sueños
y el porqué de mi escritura arruinada.
Le digo que se marche con su palabrería barata.
Grito: ¡A la hoguera con el charlatán! 

Vamos a calcinarle con mi nuevo mechero que he comprado en el chino del barrio.

Ahora,
una zorra da de amamantar a su cachorro.
Es una escena bella.
¡Que enciendan todas las luces, y se haga el silencio!

Segundo acto:
Cerremos los ojos, todos a dormir.
Vamos a creer que la ficción es una señora que vaga sobre nuestros párpados.

No me interesáis. Logro susurrárselo: Estoy estudiando cómo fomentar mi instinto de autoprotección. El que me observa sucumbe, el que me habla, agoniza.
El que perciba mi silencio, se extingue.

(No sé cómo terminar este acto. Pero tú. Tú. Abrázame. Que no me vean tiritar. No se lo digas a nadie. Escóndeme: soy un campo consumido de personajes comunes)

Tercer acto:
Justo en medio del escenario hay dos tipos.
Ambos me guardan rencor.
El primero se hacía llamar amigo, el segundo no sé quién es, o quizá sí
Los focos discontinuos y belcebú aparece diciéndome que es mi archienemigo.
Me coloco las gafas rotas y con voz encumbrada y simulada, pretendo decirles:
hay un aspecto hipotético y relativo, en el que los hombres no debemos rivalizar, sino todo lo contrario, debemos admitirnos y respirar colaborando tenazmente.
(me he quedado afónico, tengo carraspera. Casi siempre estoy ronco)
En mi mente continúo: en la vida como en el amor siempre se acaba perdiendo. El público pierde. Aquél pierde. Las zorras y los almibarados siempre pierden. Yo triunfo, y punto.
Lo extraño es que cuando escribo, salvo en ocasiones, me sobreviene la ansiedad.
Regresa la voz. Me sale delicada, vaporosa:
Transeúntes, déjenme en paz. Soy frágil. 

Excesivamente tímido, cobarde y blando y no tengo fuerzas, ni pienso en tenerlas.

(no se escuchan los aplausos, normal ¡todo esto carece de sentido!)

Cuarto acto:
De nuevo la zorra saca las tetas ¿o era una loba? para poder lactar.
Guardemos un escrupuloso silencio.

Se escucha un leve susurro que dice:
yo observo a mi Mundo convertido en Mujer antes de cerrar los ojos, me giro y la veo. Coloco bien el edredón y beso su tersa frente.
No existe nada en la vida tan poderoso como advertir su sonrisa cuando duerme.
Su organismo y esencia son el universo al completo.

Fin

No hay nada que merezca la pena – me digo-.
Hay quienes se han marchado en el tercer acto, pocos lo hacen ahora. En la salida todos se habrán olvidado de lo que han contemplado.
Yo observo mis manos.
Están teñidas de tinta azul, y temblorosas.

Canet

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