
tienen un habito demasiado arborescente
de mantenerse sembrados, inertes.
Nadie comprendería algo distinto,
que echaran a andar
hasta los chorros de las fuentes
o acosaran a los ejecutivos que
proliferan por las torres.
Yo vengo o salgo de la torre,
de París, de Tetuán o de mi dulce hogar
y ellos siempre continúan aguardando,
hilando y deshilando su perpetuo descanso.
¡Qué extraños son!
Decidieron no moverse
y sin embargo se desplazan con el tiempo.
Y han andado conmigo durante tanto tiempo
que ya no sé donde concluye mi raíz
y nacen sus pies.
Son efigies vegetales, leí,
pero carece de importancia el apelativo ,
yo podría llamarme Canet Vegetal,
y vosotros Mefistófeles y nada cambiaría
seguiríamos siendo la misma vaina.
Lo significativo es
que cuando la bóveda astral se une a ellos
prolongan una de sus extremidades
y me colocan entre los dientes
una golosina de melancolía,
una tristeza de quince mil mañanas nunca vistos
que trepan por mi ramaje y ¡plufff¡
explotan al final de cada hoja.
Me asusta pensar que tal vez algún día
alguien declare que el baile llego a su fin
que los árboles plasmen sus versos
sobre mi corteza
que me hagan plañir zumo
y que nadie,
ni siquiera vosotros...
lo recordéis.
Canet.
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