No sé si advierto, no sé si suspiro, ignoro la medida y el saber escribir lo que siento.
Una decisión lo es todo, es un paso aprobado por el instante. Ingenuo, frágil soy.
-¿Será que jamás aprende el pez a volar?-
Quizá tan sólo sea un ensueño y yo un agotado hombre, agitado e insignificante; mercurio donde se bañan cisnes.
Ese es el quid, un pez palmípedo que vuela, bucea y silba mal, que es nulo en tierra firme.
Sé que nunca retornaré a lo que jamás fui, y también sé que conservo una sonrisa para la expiración.
Y ahora me vais a permitir que a Ella pueda describir: sedosa, cobriza y celestial.
Ocupa a su paso la estancia del mundo que se condensa en torno de sus apasionantes balanceos y ágiles palabras.
Recia, delicada, incuestionable. Hermosa, azucarada y salada, aterciopelada y alegre.
Hace tiempo imaginé una concha que ocultaba dentro algo más que una perla; no la abras me dije, porque podrás salir herido. Y después qué, me pregunto. -¿Un final marcado? ¿una meta? ¿ambicionar? -
No quiero ser ambicioso ni marcarme un objetivo, quiero seguir nadando, y eso es prueba, distinguida tal vez, de que no soy un triunfador.
Quizá en otra modalidad.
¡Pero que nadie empañe el frenesí! Eso no, jamás lo consentiría, conozco el importe que se paga por ello, aun no encontrando palabras para evaluar un sentimiento tan simple y demente, tan incontrolable y llameante.
Delirio es la energía y el alivio de quien se encamina, beodo de amor, al enigmático y eclipsado suceso de la pasión voraz.
Cavilo en todo esto y para no cavilar más, soportando una profunda ausencia, escribo sin alcanzar el propósito.
Yo lo que deseo es escribir un monte, un grano de arena o un beso de su boca, y al desearlo, tropiezo burdamente con lo siguiente: piel, silencios y caricias, granos de arena sobre la alfombra, desnudo vertiginoso, delicadeza infinita en sus ojos, en sus labios de comisura abovedada, en sus piernas de canela.
Quiebro mi contención y me lanzo...
Canet
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