En la pasión se prestaba de tal modo que agotaba toda su esencia.
Cuántos estilos dominaba aquella señora.
Qué balanceos melódicos.
Qué ademanes de ternura. Qué idioma almibarado.
Qué resoplidos embrujadores.
Armonizaba, como en una orquesta, los acordes más imprevisibles y los movimientos más metódicos.
Sabía incluir en el libreto el pasaje apropiado.
Posicionaba en la representación el ritmo más enérgico.
Conseguía estremecerse con creatividad y paralizarse en el momento exacto.
Cada movimiento era una sorpresa palpitante.
Si se dilataba, despertaba una obertura de gemidos.
Si se contraía, era un orfeón de notas vaporosas.
Si se encumbraba, la sonoridad de su voz fragmentaba la habitación.
Si se contorsionaba, su gimoteo era un tañido tardío.
Si de súbito se detenía, los arpegios de su cuerpo se transformaban en una aguda sacudida.
Fui muy afortunado aquella tarde de invierno. Yo, al otro lado de la pared, lo escuchaba todo.
Canet
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