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miércoles, 11 de marzo de 2015

Muertos en vida

Yacentes uno al lado del otro, estáticos. 
Ignoran si valorarse como casualidad o conclusión. Actúa el silencio como una realidad fallecida. 
No es cosa del descanso enmudecido, ni de esa circunstancia de la cual la satisfacción empuja de modo natural, porque todo se ha quedado quieto. 
Se sienten intolerables el uno cerca del otro, pero continúan paralizados. 
La alcoba cerrada les asfixia. Han transcurrido muchas horas y rezuman bastante.
Es el sudor de la oquedad. Una singular sudoración no producida por movimiento visible alguno. 

El roce de un enfrentamiento en el extremo. Si se acercaran nuevamente sus cuerpos resbalarían.
Él lo intenta y al levantar su mano para tocar el desnudo de la mujer parece que fuera a presidir una orquesta imperceptible. 

Capitulación.
Su mano se detiene en la atmósfera bochornosa y los dedos van agrupándose pausadamente, uno tras de otro hasta ocultarse en la llanura de la palma.
Ha ido desplomándose la tarde y es ese momento en que el cuarto esquiva luz y va diluyendo existencias. Se han abandonado al hastío. 

Ella susurra: -No soy tu descanso-.
Él no quiere contestar con una necedad y guarda silencio. Entonces la mujer se voltea y le ofrece la espalda. Por impulso el hombre se gira con la misma trayectoria.
Pocas cosas son tan penosas que apreciar la espalda afónica de una mujer. Ver una figura que se aleja por momentos, que se esconde, que se congela.
El hombre se pregunta:- “¿Será esto el fin?”-
Los dos saben bien que no solo la pasión se ha marchado. Ambos son engullidos por un abandono que les aflige.
Ella no siente que aún tiene a su hombre tras ella. A él esa espalda ya no le dice nada, esa misma espalda que tanto le gustó.
Privados de una observación mutua sería improcedente acceder a los recuerdos. Parecería insultante articular una sola palabra. Los momentos especiales vividos han quedado postergados.
Ambos negocian automáticamente la renuncia.
Los dos están desnudos. Muertos en vida.

Canet

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