Nunca los vi como un matrimonio. Ella le amonestaba cientos de cosas: su mal carácter, su misantropía, su falta de sueño, su vestimenta oscura…
Él hubiera querido una esposa más prudente, una compañera que esquivara a los osados que alguna vez la adulaban, que no fuera tan presumida y, cómo tantas veces le solicitó sin conseguirlo, dejara de comprarse zapatos con prominentes tacones que tanto le disgustaban.
Las discusiones lograban sacar a la superficie sus desiguales naturalezas. Él, una vez pasaba la controversia, lo arrinconaba todo hasta olvidarse. Era ella quién archivaba ciertos detalles, ordenados e intachables como sus viejos recuerdos guardados en cajas de zapatos en distintos armarios. Lo conservaba todo, hasta las heridas y enfados que tanto la hacían angustiarse.
Viéndolos en su hábitat de convivencia yo creí que no se querían. Inclusive vacile que hubiese habido amor alguna vez entre la pareja. Los dos acataban los términos del compromiso. Él contribuía con menos dinero aunque aseguraba el mantenimiento del hogar; ella aportaba más ingresos y se ocupaba de la ropa de él, de los guisos y de la medicina para que él pudiese descansar.
El paso del tiempo acaba diciendo cosas, es evidente. Décadas más tarde admití mi desacierto, y vi realmente cuánto cariño había existido entre ambos. Su amor era un amor peculiar, sin otra melodía que la conversación diaria, la literatura, el mundo cinematográfico y su pasión por la música, pero todo regado por la autenticidad.
Cuando ella se fue extinguiendo él intentó alumbrar sus tinieblas, rechazando desgaste, documentando olvidos y sollozando, con la furia y la incapacidad de un joven solitario, su alejamiento discontinuo, señales de un adiós decisivo. La cuidó todo cuanto pudo, entre riñas, arrumacos y temores. Cada mañana la bañaba con cuidado y andaba, con sus pasos fatigados una buena distancia hasta el mercado que vendía las únicas arepas que ella, detenida en una infancia antojadiza, aún toleraba comer. De regreso, se desviaba del camino hasta la librería donde compraba un ejemplar de Saramago, Pavesse, Hesse, García Márquez, Cortázar, Márai o Baudelaire (sus favoritos) para aquella mujer que la vida y la muerte le iban arrancando.
Ella, por su parte, desvanecidos los recuerdos y miles de emociones, lo escoltaba con la mirada en la que, al contemplarle, resplandecía como nunca antes lo hizo.
El destino, aquel que los unió aun conservaba una brizna de piedad para ellos. Él se marcho, con el corazón hecho pedazos de tanto usarlo, antes de verla irse, gastados cerebro y cuerpo. Ella, que ignoraba que él no regresaría jamás, aprisionada en un tiempo paralizado, repitió cada mañana su nombre, mientras farfullaba
-¡Lo que tarda este hombre! ¡Lo que le gustan los paseos!-.
Un día sus cansados ojos dejaron de mirar la puerta por la que esperaba verle aparecer. No volvió a nombrarlo. No recrimino su soledad. Fue entonces cuando, inmovilizada en un cuerpo inerte y una mente desorientada, encontró el sendero que él había tomado y marchó en su busca.
Canet
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