Mi lugar en la planta 47 es un arenal colmado de nubosidades,
abandono aferrado en la cima de nieve que deja la calidez de mi piel.
Una intensa alteración anima de vez en cuando a los demonios
y peleo contra ellos como un barquito de papel rodeado de aguaceros residuales.
Los cuadros, las esculturas de deidades de gimnasio,
los ropajes de alto voltaje, las gafas sin cristales, el analfabetismo chorreando
por los tabiques , el vending infestado de Gregorios Samsa y los despachos individuales
me declaran escenas lascivas.
En ocasiones me abraso en las heridas con un cierzo asociado,
y se me sale el corazón
como una ciclogénesis fulminante que ensucia
las jornadas con su enjambre de tinieblas.
Mi lugar en la planta 47 es minúsculo pero abarrotado de una
profundísima tormenta de versos, armonía y silencio.
Cuando el firmamento desea entrar, le abro la puerta
y salpica con azul ultramarino los puñetazos de fuego
que se quedan boxeando en mi cuerpo.
Trabajo en un microclima árido,
pero los latidos saben sembrar
luceros en medio de la nada.
Canet
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