Había un álamo selvático enterrado en una pendiente. Al acariciar el ramaje copioso el suelo se creaba lo que al niño le parecía una caverna. Con la correspondiente frondosidad, diversas láminas metálicas , tablas y una necesidad profunda de incomunicarse de todos él transformó aquel lugar en su hábitat oculto. Una mañana nublada la niña se unió al niño. -¿Por qué te ocultas?-, le preguntó atrevida.
-No me oculto de nada, sólo huyo-, respondió el niño.
-Y ¿huyes muy lejos?,- persistió ella.
-Lo más lejos que pueda -respondió el niño-, a veces a las dunas del Sahara, otras a las aguas del atlántico, otras al Amazonas con los indios, a veces a Laponia.-
-¿Cómo conoces todos esos lugares si nunca saliste del barrio?-
El niño la contemplo con superioridad, pero le contesto con bondad.
-Es muy fácil. No es necesario salir del barrio para llegar a ciertos lugares. Solo debes imaginártelo y sentirlo, desearlo, hacer como que viajas y siempre se llega a algún lugar. Mira, hasta tengo un cuaderno de bitácora.
-¿Pero de qué te sirve si tu cuerpo no se mueve?-, le cortó la niña.
-Pues me sirve de mucho -aseguró el niño-. Me indica que océano debo navegar para llegar al Este y encontrarme con las playas de Vietnam. Si organizas el viaje, lo haces y abordas donde te lo propongas-.
Ella quedó en silencio. Él se dio cuenta que se aproximaba a su mundo.
-Querría viajar contigo-, le dijo.
-¿Conmigo? A esos lugares se viaja sin compañía, porque todo tiene que ser desconocido-.
-Yo soy desconocida -contesto con atrevimiento la niña- y podrías valorarme como una nueva región.-
El niño no vaciló antes de contestar:
-Las regiones nuevas son para ser exploradas-.
-Por supuesto-, dijo la niña.
Canet
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