Sueño… qué maravilloso es poder soñar, dormir serenamente, aflojar todos los músculos del cuerpo y dejar a la fantasía en total libertad, en armonía con todos los impulsos percibidos pero soñando.
Sí, soy un tipo extraño para el resto del mundo porque en mis sueños estoy en completa soledad, no puedo refutarlo, pero tal vez haya una gran muchedumbre dentro de mi subconsciencia, y eso niega el estado autónomo y aislado de mi ser mientras duermo intensamente.
Me ocurrió una noche que, ya en el lecho, reflexionaba yo, justo en lo sucedido momentos antes.
Y eso no era nada misterioso, sencillamente estuve en casa de un antiguo colega; aunque, si bien es cierto que hacía años que no le veía y algunas cosas eran distintas.
Entonces me encuentro a su lado en el camastro, clavados, viendo una película de Bertolucci y le envío un mensaje de texto a través del teléfono, cuando inmediatamente me dice que debe irse.
No tiene sentido porque me encuentro en su casa, a su lado, y yo soy una visita, y me declara que debe marcharse al trabajo.
Pero así ocurren las cosas cuando uno duerme profundamente. Inmediatamente, escapo de la casa hacia unos jardines comunales, y me aproximo pausadamente hacia una señora que, inmóvil y ceñuda, me examina fijamente.
Ella está perpetua en el jardín, como si fuera una efigie, parte de la decoración.
Ahora regresa mi colega, parece que retorna porque olvidó el táper con la comida. Se lo doy yo, no comprendo nada, me siento desorientado.
Me agradece lo del táper y se larga en su moto, voy caminando, todo se distorsiona, las calles permutan.
Entro en el supermercado, hago cola para comprar algo de carne roja pero me voy sin llevarme nada, estoy irritado.
Busco mi hogar, no doy con él y llego a una avenida que resulta ser una librería especializada en bestsellers, perdón, en superventas.
Imaginaos la confusión, todos los libros parecen tener vida propia. Hay Ken Follett´s, Cohelo´s, Dan Brown´s, biografías de un ex presidente y Stephen King´s para colorear.
Quiero irme de aquel sitio por lo que veo y por la angustia que me provoca la empleada.
Gesticula sin parar tocándose su aceitoso cabello y me escabullo de sus grasientas zarpas metiéndome en un ropero el cual me lleva, misteriosamente, a una puerta.
Un niño espera y me silba. No tiene cara. Enfrente de mí hay unos escalones y una nueva entrada. Grito atormentado, llamo a dios, pues seguramente se ubique al otro lado.
La entrada no tiene pomo, sin embargo, el niño sin semblante encaja su dedo corazón en la abertura en la cual iría fijo el picaporte y abre.
Nadie está al otro lado.
Me siento extraviado y no localizo a dios. Lo que descubro es una dependencia de la Guardia Civil y ellos sospecho podrán echarme una mano. Pero no sucede así, le digo al niño sin cara. -Son unos farsantes, no pueden socorrerme.
Dios no tiene uniforme verde ni se encuentra en ningún lugar.
Canet
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