Estoy despojado de todo, sobre una fría mesa de metal. El cuarto no está ventilado y la luz es leve.
El alicatado de la pared forma un damero ajado.
Hay unas ventanas elevadas y angostas, finalizadas con una pincelada arqueada.
La puerta está entreabierta. Por un vidrio partido se cuela una tenue corriente que acaricia mis costillas.
No siento frío.
El cargante olor a antiséptico no aqueja a mi olfato.
Mis ojos no se dirigen hacia fuera sino a mi recuerdo estancado.
Un goteo constante del grifo que hay detrás no me inquieta.
Afuera hay un naranjo, pero no me agrada su fruto, que tantas veces mastiqué.
Las mesas de al lado están desocupadas.
La sábana que me esconde tiene desgarros y emite una esencia agria y profunda, que no me llega.
Estoy a gusto. Algo confuso, porque por mucho que me hubiese figurado la experiencia no la esperaba de este modo.
No me percato de nada. Disfruto de esta estancia del no retorno. Nada me turba, nada me seduce, nada me trastorna.
Lo que queda de mi, mi nombre, carece de interés en este espacio del no ser.
Heme aquí, me digo a mí mismo, como antes de venir al mundo.
No hay proposición determinada, como no la hubo antes de la fecundación de mis progenitores.
Cuando los legalistas terminen de ejecutar las gestiones sobre la sustancia inactiva que queda de mí empezarán las ceremonias precisas y, de pronto, el olvido.
Siempre me ofendió la decoración de la escena que se presentará a continuación, y que yo no presenciaré.
Y lo que es peor, que no podré opinar.
Pero yo ya no tengo curiosidad por este tipo de representaciones.
Cuánto me he burlado sobre ellas, cuidándome de alejar las estampas temibles.
Actuaba bien. No esperaba que este cambio me proporcionara tanto placer.
No pensé jamás que la nada fuese algo tan fascinante y tan tersa.
¿De qué sirvió que me preocupara simulando el desprecio del cambio?
Me encuentro bien, muy bien. Y mis manos caen a lo largo de mis piernas laxas, en la idéntica postura que cuando dormía.
Me impresionaría mucho si advirtiera que ya no conservan el fuego que siempre las caracterizó.
Ahora ya no sé dónde comienza esa dilatada mesa sobre la que estoy tumbado ni dónde acaba mi piel.
Canet
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