-¿Qué será de ellos cuando yo deje este mundo?-. Es una pregunta que me produce escalofríos. Cada día salgo de casa y les dejo solos. De 8h a 20h me encuentro fuera, subo a autobuses, viajo bajo el suelo, trabajo archivístico y soporífero.
Pero siempre cavilo en ellos.
-¿Qué será de ellos si me ocurre algo malo?- , pienso con gran inquietud. Podría también sucederme algún incidente mientras me encuentro fuera. Pero esta probabilidad no me atormenta mucho.
-Con el destino todo es probable, pero no todo es posible-, me digo a mi mismo para apartar al miedo. Sin embargo, no sé por qué, quizá por la alteración a la estoy acostumbrado- gracias al fiel insomnio- la idea de dejarlos desamparados me inquieta.
Hay noches en las que me figuro un accidente de autobús en el que me desplazo o cómo descarrila el tren por la oscuridad espesa que esconde el subsuelo de Madriz. Y me muero. Entonces la zozobra me posee por completo y unos fantasmas me trasladan a otros sueños más tétricos. Entiendo que un percance casero pueda torturar o terminar con la vida de mis elegidos. Pero la suposición argumentada de abandonarlos a la intemperie eternamente, eso no puedo aceptarlo.
Una noche logre soñar que un tal Señor Gutenberg , estaba atrapado en un incendio de su casa, me gritaba desde el fondo de uno de los cuentos más excelentes que hubiese leído.
-¡No les dejes solos nunca, no te separes de ellos jamás!-, me decía aquel grito que se extinguía entre el fuego de la angustia. Cuando abrí los ojos estuve reflexionándo sobre lo que acababa de soñar:
-¿Debo hallar yo también la senda del sufrimiento? ¿Pero qué camino? ¿El de mío, el de ellos, o tal vez todos los senderos?.-
Voy del trabajo hacia casa. Llego. Abro las ventanas y enciendo un par de velas, subo las persianas y permito que la escasa luz del día entre en mi morada.
Lentamente observo las paredes con sus estantes.
-No debéis inquietaros ni preocuparos por nada. Nunca seréis de otros que no os entiendan-.
El salón produce un crujido como si manifestara un desgarrador pánico ante las palabras que acaba de declarar un humilde bibliófilo.
Canet
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