Me quedaba las tardes completas frente a un libro de hojas pretéritas,
aguardando a que naciesen las imágenes.
Pasaba la página atento y acariciaba su piel amarilla que después devoraba.
Cada grafema era una puerta para penetrar en aquellos escritores muertos.
Y disfrutaba al ritmo pausado de un viajero tradicional.
Esas tardes completas encerraban palabras,
voces que ascendieron por la savia de mi carne.
Los niños de la calle crecieron encontrando riesgos y hazañas.
Para mí,
crecer fue advertir el paso del tiempo al oír las voces de los muertos que leía.
Canet
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