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miércoles, 15 de julio de 2015

La abuela. (Relato)



Fue la primera vez que me obligaron a dormir en casa de mi abuela materna. Pasé desorientado el momento de la cena, pues no conocía a aquella señora de rostro rugoso. Sufrieron toda clase de desgracias mis prejuicios infantiles frente aquel plato desconchado en que se me vertía la carne con denso caldo. 
La jaula donde defecaban los pájaros olía tan mal, que me pareció estar empapando el pan donde no debía.
Crepitaba toda la casa. Los rostros misteriosos, antediluvianos, que ocupaban las paredes hacían todavía más pertinaz aquella anaranjada soledad en que se me asfixiaba el alma. Era como si todo el mundo hubiese muerto hacía muchos años y quedáramos tan solo en él mi abuela y yo, rodeados de corrales vacíos, imágenes de santos, muñecas de porcelana en cada habitación y otro millar de extravagancias de muy heterogénea apariencia. Pero, a pesar de todo, aquella señora enjuta, enlutada por entero, decía cualquier cosa y se mofaba como una imbécil de lo que acababa de decir, mostrando sus melladuras y una muela plateada . Aquella era su cándida manera de adorarme, de estar encantada conmigo y con todo lo que nos rodeaba, porque, si no era muy inteligente, tampoco le era necesario para ser una mujer dichosa como cualquier otra con sus plegarias bien rezadas, su ganado y sus familiares vivos. 

Me arregló la última habitación, me tapó y besó en la frente y me dio las buenas noches. Al rato no recordaba donde estaba el baño y me levante y salí al pasillo como el que espera ser atropellado por no se sabe qué oscura catástrofe. Me di ánimos para lanzarme a través de aquella voluminosa oscuridad teñida por la luz moribunda que salía de la habitación de la abuela y, al pasar junto a su dormitorio, vi –sin ser advertido– algo que me alteró como ninguna otra visión lo había hecho aquel día.

La abuela se estaba desvistiendo colosalmente, misteriosamente, abrumadoramente.
Observé la perplejidad de la carne tartamudeando entre sombras su encanto dormido.
Aquello era una desobediencia ecuménica. No había modo de admitir aquella piel albina, piel de mujer nevada sobre la que pendían los pechos agostados de la muerte. Mi carne, procesada por la contundencia de la suya, gritó de pánico y se deshonró de deseo.
El Serafín y la Bruja, ¿Quién demonios los había desorientado así?

Cipriana, mi decrépita abuela antiestética de mostacho enmarañado, viuda de gélidas chichas ardientes, permite que me oprima a tu belleza como no supe hacerlo aquella vez primera.

Canet. ©

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