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lunes, 11 de mayo de 2015

Nada.

Tempranamente conocí 
el sabor de las lágrimas
aunque 
sin saber por qué.
De niño solía ocultarme 
para sollozar
para que mis padres
no supieran nada:
Un niño de seis años
que llora sin interrupción
era un mal augurio
que ellos no merecían.

Lloraba y lloraba desconociendo la razón,
aunque no era infeliz
-qué triste e indomable absurdo-.

El ángel de la guarda
que me asignaron
no era lo que se dice hablador:
esculpido en escayola y anestesia,
se mantenía callado durante horas
vigilando mi torpe progreso;
pronto me acostumbré
a su figura inevitable y
reservada.

Nos desafiamos varias veces en combates
de miradas pero nunca contestó
a ninguna de mis dudas.

Un día, huyó sin decir adiós,
dejándome una misiva
con tinte de náuseas en mi mesilla:

“no olvides que estás formado
de barro, mierda y sal,
como la tierra que pisas;
tu bondad será tu felicidad,
y la crueldad tu eterno pesar."

Se llevó los misterios y la palabra,
me dejó la tristeza y sus devastaciones.
Durante cierto tiempo le extrañé,
pero entregado a crecer y a fracasar
pronto abandoné sus consejos.

A veces me visita por las noches
para condenar lo infantil
y mezquino que soy, y lo poco
que he profundizado sobre la vida

-soy uno de sus tantos
propósitos frustrados-.

Yo le digo que se equivoca
que a día de hoy
no necesito ocultarme para llorar:

He aprendido a esconder
la delatora lágrima
en las orillas de una risa ruidosa.

Aunque lleva razón en todo el desgraciado ángel.

Continúo llorando como cuando era un niño
y continúo sin entender las razones.

Quizá no haya nada que comprender
ya que
seguramente
no
hay nada.
Por eso lloro sin motivo.

Canet

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