Tempranamente conocí
el sabor de las lágrimas
aunque
sin saber por qué.
De niño solía ocultarme
para sollozar
para que mis padres
no supieran nada:
Un niño de seis años
que llora sin interrupción
era un mal augurio
que ellos no merecían.
Lloraba y lloraba desconociendo la razón,
aunque no era infeliz
-qué triste e indomable absurdo-.
El ángel de la guarda
que me asignaron
no era lo que se dice hablador:
esculpido en escayola y anestesia,
se mantenía callado durante horas
vigilando mi torpe progreso;
pronto me acostumbré
a su figura inevitable y
reservada.
Nos desafiamos varias veces en combates
de miradas pero nunca contestó
a ninguna de mis dudas.
Un día, huyó sin decir adiós,
dejándome una misiva
con tinte de náuseas en mi mesilla:
“no olvides que estás formado
de barro, mierda y sal,
como la tierra que pisas;
tu bondad será tu felicidad,
y la crueldad tu eterno pesar."
Se llevó los misterios y la palabra,
me dejó la tristeza y sus devastaciones.
Durante cierto tiempo le extrañé,
pero entregado a crecer y a fracasar
pronto abandoné sus consejos.
A veces me visita por las noches
para condenar lo infantil
y mezquino que soy, y lo poco
que he profundizado sobre la vida
-soy uno de sus tantos
propósitos frustrados-.
Yo le digo que se equivoca
que a día de hoy
no necesito ocultarme para llorar:
He aprendido a esconder
la delatora lágrima
en las orillas de una risa ruidosa.
Aunque lleva razón en todo el desgraciado ángel.
Continúo llorando como cuando era un niño
y continúo sin entender las razones.
Quizá no haya nada que comprender
ya que
seguramente
no
hay nada.
Por eso lloro sin motivo.
Canet
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