Con una de sus piernas arruinada,
descendiendo de su nivel a cada zancada,
oscila entre los viajeros abstraídos.
Solemos verla con frecuencia en la misma estación.
Nunca tendrá causas que mostrar,
y sonríe con sinceridad.
Se le incendia en uno de los ojos un carbúnculo.
Mi mujer asegura que se trata de una mujer;
yo no estoy seguro del todo.
-¿No has visto nunca una Diosa antiestética?
¡Mi amor!-, Me sugiere;
y yo,
que he presentido próxima su figura,
registro en mis bolsillos en busca de alguna moneda.
Me pregunto cuántos habrá,
-de aquellos que le dan un puñado de céntimos-
los que comprenden la riqueza de su reinado.
¿Cómo diantres se puede caminar así,
entre el pellejo doloroso de la miseria y esa renquera descomunal,
con un movimiento tan estable de felicidad?
Llega silbando,
llega con la oscuridad sujeta a un alambre,
pasea a las ratas de la noche.
Es la esencia viva de la tarde que llega,
con la mano horizontal,
para presentársenos.
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