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jueves, 17 de diciembre de 2015

El dolor habla el mismo idioma.


Me contemplaba en silencio, 

acostada en el lecho ajeno donde descansaba,
sin menearse ni un ápice,
sobre el compacto colchón de aquella existencia
que le había tocado por casualidad.
Me contemplaba sin rencor ni afecto,
con tranquilidad 
-¿qué urgencia puede tener alguien que sabe que la muerte
le ha envuelto con su manto y no se piensa largar sin nadie?-.
Su masa corporal era un saco de piedras
que el paso de la vida había dejado rodar
sobre aquel camastro blanquecino.
Tendría casi noventa años,
con cierta similitud a Ana María Matute
en sus últimos días,
una frágil mujer de poderosas manos,
tal vez un ama de casa, una mujer de esas
capaz de limpiar, coser y cocinar
sin despeinarse.
Me contemplaba esperando 
que le contara algo,
cualquier cuento; 
ya se sabe,
ningún desconocido se acerca
a una mortecina sin una buena causa.
Apenas abrí la boca: 
no entendía su lengua extraña
e ignoraba que el dolor
habla el mismo idioma en todas partes.
Tan sólo supe quedarme quieto,
sosteniendo la mirada, mientras
en la cama vecina un enfermero
estiraba una sábana
sobre el cuerpo muerto de mi abuela.

Canet

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